Román es un reconocido profesional en su campo, respetado y querido por sus compañeros. Sus kilos de más, por otra parte, no le han impedido casarse con una hermosa morena llamada Sandra, unión que ha dado como fruto otra belleza, Iris, 1 año, que en estos momentos expulsa de su garganta un líquido ocre sobre los pantalones del cronista.
La risa franca de Román contagia a quien escribe y la pequeña tragedia de sus mancillados pantalones nuevos se convierte en una cálida anécdota más, cálida como el líquido vertido por la niña. Dentro del PH recientemente remodelado en pleno Colegiales que comparten Román y su familia, reina una armonía y una tibieza muy parecidas a la felicidad.
Pero el cielo de Román tiene una nube. Román -a pesar de su viril aspecto- no sabe hablar de autos.
Román carga su sucio secreto desde hace treinta y cuatro aÑos, y ni siquiera Sandra lo conoce. Román está convencido de que si ella conociera su vergüenza su matrimonio colapsaría en pocas semanas. Román sabe bien que hasta que no pueda hablar de autos con otros varones no será un hombre de verdad.
Por eso, cuando en los altos en el trabajo o en reuniones familiares se encuentra atrapado dentro de un grupo de hombres que comienza a compartir información sobre viejos modelos que les pertenecieron y a comentar particularidades de sus motores, Román suda frío, porque teme que su silencio revele su condición. Teme que su mirada extraviada y nerviosa despierte alguna sospecha y uno de sus congéneres, con el rostro transfigurado en la máscara de un demonio cínico y vengador, le pregunte qué auto tiene.
Román quisiera que fuera aceptado decir "uno rojo, muy lindo", pero venciendo sus fobias y sus dificultades, ha logrado aunque sea memorizar el nombre de la marca. Pero también sabe que luego de la marca siempre hay que decir otra cosa, una palabra, o a veces es un número, o una letra, que indica el modelo perteneciente a esa marca. Y Román no tiene esa información. El dolor por el que tuvo que pasar para apenas aprenderse la marca ha agotado su coraje por completo.
Por eso, y desde hace unos años, compulsivamente y antes de que nadie le pregunte nada, suele introducirse en la conversación exponiendo el siguiente galimatías:
"Yo del auto que nunca me olvido es del Brixton Daktari que tenía mi tío. Cuando tenía veinte años me lo vendió, es el primer auto que tuve. No sabés como andaba: Motor de 7 pistoletes, platinos reforzados y 500 megavatios de energía calórica. El torque posterior tenía algunos problemas de fusión en frío, por eso le tenía que mirar siempre el líquido de caja y el andarivel. Pero no sabés lo que era la petaca. Nunca tuve otro auto que tuviera una petaca como esa, de bronce, no de malaquita como los modelos de los 80. Y adentro, un espacio que no sabés. Eso sí, la nafta te comía vivo".
Román sospecha que estas intervenciones no hacen más que despertar sospechas sobre su salud mental, pero cree que, por otra parte, actúan como maniobra de distracción de su verdadero problema.
Román no tiene idea de cómo funciona un auto. No lo sabe, no consigue interesarse, no logra relacionar los objetos engrasados, negros y de formas inverosímiles que se agrupan bajo el capot con ninguna clase de sistema racional. Para él son "porquerías que pusieron ahí, a la que te criaste, la mitad no debe servir para nada", como observa con amargura. Antes de que le produjeran el miedo y el odio de hoy, las palabras "cigüeñal", "cruceta", "platinos", "distribuidor", "correa del ventilador" y "burro de arranque" le causaban risa, y la certeza de que habían sido creadas por un loco.
Al mismo tiempo, las incomprensibles conversaciones que mantienen sus congéneres le causan una admiración cercana a lo religioso. él quisiera poder participar de ellas diciendo frases coherentes, pero mientras más los escucha lanzar palabras como "carburador" o "dirección hidráulica" como si nada, más se siente como un niÑo asexuado y alopécico, casi un extraterrestre, pero no un extraterrestre amenazador con armas lanzarrayos y tentáculos, sino más tipo Spielberg, de esos debiluchos que dan pena.
Román no es consciente de que en realidad nadie sabe nada de automóviles. La mayoría de las personas que mantienen estas conversaciones tampoco tiene idea de lo que significan los sonidos que dejan escapar de su boca. Ni siquiera los mecánicos lo saben (y precisamente por eso es que sus clientes los odian). La brutal realidad es que -a pesar del complejo que le ha sido inculcado a Román- los autos se mueven impulsados por magia. Si Román supiera esto, si sólo alguien le confesara este secreto a voces, su infierno se desvanecería como un algodón de dulce en la boca de un niño. Desgraciadamente, la sociedad aún no está preparada para aceptarlo públicamente.
Mientras tanto, no marginemos a Román. Y cuando, entre risitas nerviosas, diga "yo el que me gustaría tener es un Carbone "H" anterior a los 80, con estiletes de nitrógeno líquido en la derivación. ¡Cómo andaba ese auto!", digamos "¡Uuuhhh, sí!" fingiendo admiración por la potencia de ese modelo imaginario.
Esta es una campaña de bien público.
(12 de mayo del 2004)
Todo bien mi querido amigo. Pero Román debería probar un "Panhard" 1926 con llamas a los costados. Sublime
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