domingo, 10 de abril de 2011

¡UNA COSA ES EL CUIDADO DEL PACIENTE Y OTRA MUY DISTINTA LA MALA EDUCACIóN!

La casa de Daniel (de los padres de Daniel, en realidad), ubicada en el centro exacto de un arbolado pasaje de Villa Urquiza, presenta los clásicos parches y averías a reparar en un futuro cercano de nuestra devaluada clase media. Sin embargo, su interior proyecta el calor del afecto familiar, y un pasado que revela tiempos más prósperos y pasión por los viajes. La colección de máscaras de diferentes partes del mundo del padre de Daniel impresiona y estimula.

Daniel no sabe, como tantos jóvenes argentinos, si alguna vez su generación volverá a alcanzar el status social y económico de sus padres, pero le alcanza con el desafío que consiste "hacer algo por el país (sic)", aunque sea desde la trinchera personal, en su caso como futuro paisajista (Le faltan seis meses para recibirse).

Pero Daniel lleva una carga secreta y nefasta. Daniel es adicto a la comida de hospital.

Todos los días, miles de personas en el mundo despiertan con un apetito que no figura en ninguno de los folletos que venden en el colectivo los habitantes de las granjas de reeducación. Estas personas no están seguras de cómo empezó su infierno; La mayoría, aduce que sencillamente la comida de hospital es demasiado apetitosa y tentadora. Tal vez, plantean otros, es un signo de estos tiempos de comidas rápidas y latas de conserva, donde la visión de las sopa de dedalitos o el puré de zapallo sin sal nos retrotrae e un tiempo de comidas caseras y abuelas sonrientes; un tiempo más humano y con olor a comino y cebolla.

Pero el caso es que Daniel, como tantos otros, sencillamente no puede visitar a un enfermo sin empezar a sudar frío a la hora del mediodía, cuando la enfermera aparece con esas gigantescas bandejas herméticas, y debe recurrir a fuerzas que no tiene para evitar abalanzarse sobre la comida del enfermo, o a sacar el pan que lleva siempre en los bolsillos (la sublimación de una perversa fantasía) y mojarlo en el magro juguito de la pechuga al horno que está allí para reconstituir las fibras musculares del paciente.

Cuando su familiar o amigo internado se encuentra demasiado cansado para comer, entonces Daniel pregunta tímidamente (bueno, seamos sinceros; no tan tímidamente) "si no se va a comer eso", o "sería una pena que eso se tire", y arremete contra los restos de ese puré tricolor de sutil gusto, esa leve sopa de verduras, ese medio alfajor de maizena, mientras murmura entre bocado y bocado excusas sobre su ficticio ayuno del día de hoy para atemperar las miradas de reprobación y/o repugnancia de los otros visitantes (por suerte el paciente suele sentirse demasiado mal para juzgarlo). Las papilas gustativas de Daniel están entrenadas, después de todo este tiempo, para absorber con la potencia de pequeñísimas bombas extractoras, los átomos de sabor de estos alimentos que a la mayoría (sobre todo a los internados) les parecen insípidos hasta la indignación.

Daniel declara que no ha llegado al extremo de fingir una apendicitis para ser internado (pero que lo ha fantaseado); y, sollozando, confiesa que sí, que lo ha hecho y que lo seguirá haciendo: merodear por los pasillos de los hospitales a la hora del rancho, y meterse en la habitación de un paciente solitario, que se vea demasiado mal como para discutirle o denunciarlo, y fingir que es su primo, sobrino, o nieto, en espera de los ansiados restos (más de una vez, obtenidos bajo una sutil presión psicológica: "Mmmh, qué bien que se ve eso" o "Epa, qué buena hotelería, ahí comen dos"), se ha convertido en una práctica habitual.

Daniel piensa que su mal es genético y que hay muchos portadores latentes. Su síntoma más evidente son las oleadas de placer que se desatan en el cuerpo al pasar junto a un hospital y sentir ese olorcito a sopa de verdura que es expulsado por los extractores de aire desde las cocinas. La adicción puede detenerse allí (y simplemente obligar a los caminantes a incluir un hospital en su ruta diaria al trabajo), o evolucionar al monstruoso estado de Daniel y sus compañeros de calvario.

Pero como siempre, las enfermedades sociales no hacen más que plantearnos dudas sobre las bases en que se asienta nuestra cultura: ¿Podemos realmente culpar a Daniel? ¿Acaso es normal que un montón de personas se vean forzadas a contemplar cómo otra persona come, excitando sus salivas y jugos gástricos y sin posibilidad de saciarlos? ¿Acaso yo llevo invitados a mi casa y le doy de comer a uno y a los demás no, en un perverso juego de provocación gastronómica?

¡Es hora de cambiar esto! ¡Mientras los administradores de los hospitales se llenan los bolsillos lucrando con el sufrimiento y el dolor de los pacientes, hay otro grupo, el de los visitantes y familiares a quienes se somete a un padecimiento innecesario, y se los empuja, mediante esta tentación sádica y constante, a caer en las garras de la adicción, como Daniel y tantos otros! ¡No bajemos los brazos hasta que, luego de servido el paciente, la enfermera se vuelva hacia nosotros y pregunte con profesionalismo: "¿Y ustedes qué se van a servir?"

Esta es una campaña de bien público.

(11 de junio de 2004)

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