viernes, 15 de abril de 2011

¡ME SACÁS TODO EL CAMBIO Y DESPUÉS NO SE LO PUEDO DAR A OTRO QUE LO NECESITE!

Inés es una de las tantas mujeres luchadoras de la Argentina a quienes el corralito y la devaluación les robó sus últimos sueños: en este caso, el departamento para su hija menor, la quintita en Moreno y la esperanza de disfrutar de un merecido descanso en los últimos años de su vida. Sin embargo, el buen tino de Tomás (su esposo fallecido hace un año y medio), que guardó la indemnización del taller donde trabajó durante treinta años en "el huequito", una anormalidad arquitectónica en el cielorraso del antebaño, le permitió conseguir el medio de sostenerse con algo de tranquilidad: el maxikiosco sobre la avenida Alberdi donde Inés nos convida con mate y un par de biznikkes.

Pero Inés carga a sus espaldas una aberración que la diferencia de otras mujeres de su generación, aunque la emparenta con muchos colegas: Inés se niega a entregar su cambio.

Inés no puede decir exactamente cómo se inició su mal. Es, por supuesto, inútil intentar explicarle lo ilógico de su actitud; por más que se le explique que el cambio está, precisamente para entregárselo a los clientes que no lo poseen pero que desean adquirir un producto, con el consiguiente beneficio para ella misma, a Inés hay algo turbio en el razonamiento que no le cierra; no sabe explicarlo, pero se siente perjudicada, y bajando los ojos, confiesa que cuando el cambio exigido supera los seis pesos, se siente "abusada en su honestidad".

Y cuando el cronista le remarca e insiste que guardar el cambio para clientes futuros es hasta discriminatorio, Inés se pone algo hostil e irracional y empieza a tararear, con voz monocorde, una melodía para sí (el cronista cree reconocer la de "Los siete magníficos"), por lo que es preferible intentar otro tipo de acercamiento.

El caso es que para Inés la frase "me sacás todo el cambio" se ha convertido en una especie de mantra, y un odio sordo pero constante la posee desde que el primer cliente de la mañana se acerca con un billete de cincuenta pesos y pide un alfajor. Inés odia especialmente a los "pasajeritos", como ella los llama, los que compran un producto con el único objetivo de conseguir cambio para el colectivo, y el cronista puede leer en el mal disimulado movimiento de sus labios las palabrotas, deseos de venganza y descripción de torturas físicas más virulentas que ha percibido en su vida, y por un momento le baja la presión.

Inés no se explaya demasiado en una explicación en voz alta de su odio (aunque su maldición en voz baja ha superado largamente los siete minutos), pero se deja traslucir el sentimiento indignado de quien es víctima de un descarado intento de estafa. Para estos buscadores de monedas, Inés reserva su tono de voz más agresivo, a pesar de que la frase "me sacás todo el cambio" no registra variaciones.

Inesperadamente, entonces, Inés se quiebra delante del cronista y lo conduce a un pequeño sucucho que alguna vez funcionó como cuarto de baño. La puerta se abre y allí se revela el secreto horroroso de la sufriente mujer: una montaña de bolsas de Coto cargadas de monedas y billetes se apila en el lugar que, ahora clausurado, obliga a Inés a usar el servicio de un bar en la esquina. Inés se deshace en lágrimas y dice que no puede evitarlo, que "algo maligno” la obliga a no entregar ese efectivo, a dejar escapar sonrisas lascivas cada vez que se niega a darle el vuelto a un cliente, ya que el equivalente de ese vuelto irá a parar a su extraño y arbitrario tesoro.

Inés confiesa que sus deudas se acumulan, debido a la resistencia a hacer circular el cambio que se ha apoderado de ella. La pobre mujer asiente cuando el cronista le dice "Ah, bueno, bueno, parece que estamos bastante enfermitos". A continuación le describe con lujo de detalles las horas perdidas, luego de cerrar el kiosco, esparciendo el contenido de esas bolsas por el piso y revolcándose entre ellas, jugando a hacer pilitas de monedas para ver en qué momento se le caen, mirándose al espejo mientras se las pega en distintos sectores de la cara con la sola fuerza del sudor y la grasitud natural de la piel, para luego hacer muecas hasta lograr que se desprendan y se caigan.

Inés no sabe qué decir cuando se le pregunta cuánto calcula que tendrá ahí acumulado; evidentemente no le importa. Para ella no es dinero, sino algo más caro y profundo. Es el símbolo de sus diarias victorias contra quienes "le sacan el cambio".

Por último, se muestra un poco grosera cuando el cronista quiere llevar un chocolatín Jack y lamentablemente sólo tiene un billete de cien pesos, y parece que la entrevista se da por terminada.

Esta es una campaña de bien público.

(22 de junio de 2004)

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